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Dos revoluciones opuestas

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LA NACIÓN – El 9 de julio se sitúa exactamente en el medio del 4 de julio, Día de la Independencia de los Estados Unidos, y el 14 de julio, día de la toma de la Bastilla, emblema de la Revolución Francesa.

Si se le preguntara hoy a cada estudiante cuándo cree que comenzó la democracia moderna, la mayoría contestaría que fue con la Revolución Francesa y olvidaría que la Declaración de la Independencia de los Estados Unidos se produjo en 1776, trece años antes, cuando una estructura de gobierno así era sencillamente inimaginable.

Aparentemente, se trata de una corta diferencia en el tiempo entre revoluciones más o menos parecidas que tomaron distancia de las monarquías; pero en verdad ambas revoluciones dieron origen no sólo a modelos de países completamente diferentes, sino a ideas políticas y hasta estructuras de pensamiento opuestas entre sí.

La Revolución Francesa no terminó con la centralización de los Borbones, sino que en algunos aspectos la acentuó, al arrasar con las organizaciones intermedias. La Revolución Americana, en cambio, consolidó la autonomía de la que gozaban las colonias británicas en lo que hoy es el territorio de los Estados Unidos y generó la estructura de gobierno más descentralizada de la Tierra.

La democracia heredada de Francia se construyó como un Estado ideológico-militar, no tanto porque fue un general quien la extendió por Europa, sino porque su estructura era piramidal y homogénea, como la de un ejército, y sus procedimientos consistieron en catapultar una idea a la cima del poder y procurar uniformar a la sociedad en torno de esa idea.

Estaba claro que ese modelo provocaría confrontación, porque si la meta consistía en homogeneizar a la sociedad desde el gobierno, el camino hacia un poder central sería siempre angosto y no todos podían pasar por él; pero, además, la sociedad se resiste a que la emparejen a la fuerza. Sin embargo, a izquierda y derecha del arco político, buena parte del mundo occidental adoptó ese modelo y, así, tanto los nacionalismos como los socialismos pujaron por llegar a la cumbre del poder gubernamental para uniformar a sus respectivas sociedades -e incluso a las vecinas- en torno de una idea. Unos y otros se manifestaron en contra de la Revolución Francesa, pero izquierdas y derechas eran hijas de ella.

La Revolución Americana, por el contrario, inició la construcción de un país desde abajo hacia arriba, respetando las autonomías de las comunas; con un Poder Ejecutivo dividido en decenas de agencias autónomas; un Poder Legislativo elegido por distritos uninominales, en cada uno de los cuales el diputado responde principalmente a sus electores locales; con miles de organizaciones de la sociedad civil que practican la solidaridad sin demandar un centavo de las autoridades o que, en algunos casos, se dedican a vigilar al poder, del que por naturaleza desconfían. La mayor parte de la población vive en pequeñas ciudades, lee los diarios locales y deposita su dinero en bancos pequeños de su condado.

A diferencia del modelo de Estado francés, producto de los ejércitos profesionales, Estados Unidos surgió como resultado de las armas de los particulares, que fueron extendiendo el territorio de Este a Oeste, a lo largo de décadas y décadas. Tal es el motivo histórico por el que la Constitución aún hoy protege, en la 2» Enmienda, la tenencia de armas por los particulares, más allá de una discusión que resulta extraña en estas latitudes.

Las consecuencias de uno y otro modelo se hacen sentir en el comportamiento de los ciudadanos a lo largo de la vida ordinaria.

Mientras que los herederos del modelo francés, en general, demandamos una acción del gobierno para solucionar nuestros problemas, los herederos del modelo americano actúan por sí mismos tanto en sus empresas como en su deseo de ayudar al prójimo.

Aproximadamente la mitad de la población activa participa de algún modo en organizaciones de bien público, no a pesar de su individualismo, sino como consecuencia de él; entendido como el potencial de los particulares para actuar por sí mismos de manera autónoma o en asociaciones libres que no desean que el Estado tenga el monopolio de la solidaridad.

Hoy, cuando los gobiernos ideológicos y populistas han exhibido en el mundo entero su rotundo fracaso y corrupción, la Argentina se encamina hacia una construcción no ideologizada, en la que los ciudadanos deben recobrar no sólo los activos perdidos, sino la virtud que durante décadas había sido confiscada.


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